Juan Elías Vázquez
Hoy recurro una vez más a mi casa, La Voz del Amado, para expresarme.
Pertenezco a una denominación que posee en su haber más de 300 congregaciones repartidas en México y algunas en el extranjero. No sé exactamente cuántos miembros somos, pero debemos ser varios miles. Asimismo, contamos con una Constitución que regula la forma de culto, la Doctrina y la disciplina propias. Iglesia y ministros de culto, todos, conocemos entonces cuáles son nuestros derechos y obligaciones, prerrogativas, privilegios y limitaciones.
La mies es mucha (relativamente, pues no somos ni por asomo los 600 mil israelitas de a pie que salieron de Egipto), por lo mismo, también, los ministros de culto forman varios cientos. El trabajo de ellos está a la vista de todos, y su buen o mal desempeño suele cundir más allá del ámbito puramente local. El temperamento, el estado de salud, la eficiencia o ineptitud de los ministros de culto (pastores, diáconos, obispos) es noticia a nivel regional, pero incluso, en casos extraordinarios, esas buenas o malas nuevas pueden llegar a ser difundidas a nivel nacional o internacional. Porque lo que se llega a comentar en internet, y en las llamadas redes sociales, no se queda en el conocimiento de quienes formamos esta Iglesia, se expande como reguero de pólvora hasta ojos y oídos extraños o contrarios a la forma de doctrina y disciplina que profesa nuestra denominación.
No hablemos de la buena o mala fama que podría derivarse de estos comentarios, y sus consecuencias para nuestra denominación. Hablemos de lo que tales opiniones podrían producir ya no en quienes las leen, sino en quienes las escriben. Me explico: hace algunos días en facebook se descalificaba de una manera muy insensata el trabajo de un ministro de culto de nuestro movimiento (con rango de pastor regional). Suponemos que quienes denostaban el trabajo ministerial del hermano aludido pertenecen a nuestra confesión, y probablemente hayan sufrido en carne propia las presuntas equivocaciones o errores del pastor regional. Lo que se dice del hermano no lo vamos a repetir aquí ni vamos tampoco a defender su ministerio pastoral.
En este caso, ¡lo que está en juego es la salud del Cuerpo de Cristo! Porque quienes señalan con dedo de fuego la dignidad de un ministro avalado por el Nombre de nuestro Señor Jesucristo están en riesgo de muerte. No es al ministro ungido solamente al que se mancilla o ultraja; ¡es a Jesucristo mismo a quien se menosprecia!
Para que esta última declaración tenga un sustento sólido es menester respaldarlo con lo que enseñan las Sagradas Escrituras, nuestra única regla de fe. El amable lector debe conocer acerca de la “Contradicción de Coré”, aquel incidente ocurrido al pueblo de Israel mientras peregrinaba del Sinaí a Cades (Núm. 16; Judas 11). Hagamos un breve resumen del pasaje:
Tres hombres, llamados Coré, Datán y Abiram, tomaron gente y se levantaron contra Moisés. Junto con ellos también se levantaron 250 varones de la congregación de Israel. Tanto el líder Coré como los demás eran varones de renombre. Eran personajes muy ilustres, principales en la congregación; Coré, incluso, pertenecía a la tribu de los levitas que, como sabemos, ostentaba el privilegio de servir en el tabernáculo. Orgullosos de su posición se allegaron a Moisés y le demandaron que realizara importantes cambios en el orden ministerial. No se anduvieron por las ramas, con toda claridad le dijeron a Moisés y a Aarón: “¡Estamos hartos de ustedes! Porque toda la congregación, todos sin excepción, son santos y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, entonces, se ponen ustedes al frente de la congregación?”.
Cuando Moisés escuchó estas palabras no pudo hacer nada más que postrarse sobre su rostro. El caudillo de Israel entendía perfectamente la gravedad de aquella rebelión, las consecuencias que podría traer para todo el pueblo. Pero Moisés se puso del lado de Dios, sabía que solamente Él podría legitimar su ministerio. Así que desafió a los quejosos pidiéndoles que trajeran incensario y lo pusieran delante de Jehová, “aquel a quien Jehová escogiere, aquel será el santo; esto os baste, hijos de Leví” (v. 7). Al parecer, el deseo oculto de Coré y los suyos era procurar para ellos mismos el sacerdocio; no les bastaba, como les aclaró Moisés, el hecho de que Dios los hubiese acercado también para ministrar en el servicio del tabernáculo de Jehová. Datán y Abiram, por su parte, reprocharon a su pastor Moisés que se quisiera enseñorear del pueblo cuando ni siquiera los había metido en esa tierra de promisión de la que tanto les había hablado, y rehusaron presentarse delante de Jehová (vv.13-14).
Una vez que el grupo de Coré y Moisés y Aarón estuvieron delante de la puerta del tabernáculo, Dios presente en su gloria ni siquiera esperó que se cumpliera el desafío: “Apartaos de esta congregación —tronó Jehová—, y los consumiré en un momento”. Moisés entonces volvió a interceder por aquel pueblo tan duro de cerviz: “¿No es un solo hombre el que pecó? ¿Por qué airarte contra toda la congregación?”. Dios escuchó los ruegos de su siervo y no quiso destruir a todo el pueblo; sin embargo dijo: “Apartaos de en derredor de la tienda de Coré, Datán y Abiram”. Luego Moisés, acompañado de los ancianos de Israel, fue a las tiendas de Abiram y Datán y ordenó al pueblo que se apartara de aquellos hombres impíos y que no se tocara ni aun sus pertenencias.
Entonces Moisés siervo del Señor puso en claro aquel negocio: “si como mueren todos los hombres muriesen éstos o si siguen la misma suerte que siguen todos los difuntos, entonces Jehová no me envió. Pero si Jehová hiciere algo nuevo, y la tierra abriese su boca y los tragare con todas sus pertenencias, y descendieren vivos al sepulcro, entonces conoceréis que estos hombres han enojado a Jehová en demasía…” Y apenas había terminado de hablar Moisés, cuando se abrió la tierra y tragó a Coré, Datán y Abiram, y con ellos también sus familias y todos sus bienes. Enseguida, Jehová hizo descender fuego sobre los 250 hombres que se habían levantado contra Moisés y Aarón.
El apóstol san Judas se refiere a este acontecimiento para ilustrar la necedad de aquellas personas que rechazan la autoridad e incluso se atreven a blasfemar de las potestades superiores: “¡Ay de ellos! Porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balam, y perecieron en la contradicción de Coré” (v.11). Judas califica a los tales como “animales irracionales” (versión 1960) o de plano como “bestias brutas” (versión 1909).
Pero tal vez nosotros, la congregación del Israel espiritual, sí tenemos derecho a cuestionar a los siervos de Dios cuando cometen graves pecados o errores garrafales. Entonces sí estamos en nuestro derecho de murmurar, criticar abiertamente o incluso acusar a aquel ministro que con sus actos equivocados está llevando al pueblo a la ruina. ¡Claro que sí! Estamos en todo nuestro derecho, la ley humana incluso está de nuestro lado.
Bueno, pues, ¡tampoco podemos hacerlo! Veamos si no fue muy censurable lo que hizo Moisés en otra ocasión, un poco antes de lo que pasó con Coré (Núm. 12:1-15). El caudillo de Israel había tomado como esposa a una mujer extranjera y eso era abominable a los ojos de sus mismos hermanos. Más que nada, Aarón y María codiciaban tener el mismo poder en la toma de decisiones que tenía Moisés: “Y dijeron: ¿solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?”. Era como decir: “Por causa de este pecado Moisés debe ser removido de su puesto; pero no hay problema, porque si Moisés ya no puede cumplir con su ministerio, pues aquí estamos nosotros, que también estamos muy bien capacitados”.
Otra vez Dios sale en defensa de su siervo: “Si Yo hablo cara a cara con Moisés como no lo hago con nadie más, ¿por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?”. Dicho esto, la ira de Jehová se encendió contra los dos hermanos y se apartó de ellos. La nube se apartó también del tabernáculo dejando sin ministerio a Aarón, y sobre María vino la lepra.
La lección que debemos aprender en este último caso es que Dios es quien, en todo caso, juzga a sus ministros. No hay razón alguna para que el pueblo le pida cuentas a quienes están por encima de él. Dios tenía una estrecha relación con Moisés, ellos tenían un convenio establecido que solamente podía ser confirmado o derogado por Dios mismo. Aunque un siervo como Moisés no se ha vuelto a repetir en la historia, los términos del contrato entre Dios y sus ministros no han cambiado sustancialmente: Dios, en su soberana voluntad, es el único que confirma o reprueba el ministerio de sus siervos. Jehová no alabó a Moisés por haber tomado una esposa extranjera, pero tampoco iba a alcahuetear la insubordinación ni siquiera de los más cercanos a su siervo.
Asumamos que somos santos (santo quiere decir “apartado para Dios”), más santos incluso que el pastor que está al frente de nosotros. Creemos que tenemos más cultura, conocimientos bíblicos, fama, mansedumbre y sensatez que el pastor. Con esas credenciales en la mano nos atrevemos a murmurar en contra de quienes nos pastorean o abiertamente nos lanzamos a calificar a los siervos de Dios de “lobos rapaces”, “sanguijuelas que sangran a la Iglesia”, “amargados que usan el púlpito para lanzar indirectas” y un largo etcétera. Y si esta congregación es santa, ¿para qué necesitamos a los pastores? “¡Basta ya de vosotros!”, estaríamos tentados a decir. Nosotros también podemos predicar, ofrecer el presente, ungir a los enfermos, aconsejar a los necesitados, organizar a los obreros, amonestar a los desordenados, celebrar juntas y predicar el evangelio. Y lo mejor de todo: sin cobrar un solo centavo.
Pero, ¿a quién le va a pedir cuentas el Príncipe de los Pastores en su venida? A todos y a nadie. ¿A quiénes les va a preguntar diariamente por el buen estado de las ovejas? A todos o mejor a nadie. ¿Acaso Dios estableció un convenio con la congregación? ¿Acaso cada uno recibió la imposición de manos del presbiterio? ¿Acaso no valoramos que Dios nos haya acercado al privilegio de servir en el ministerio del templo, que ahora codiciamos también el sacerdocio? Moisés no era el pueblo ni el pueblo era Aarón. El pastor no es el pueblo ni la congregación es el ministro ungido para presidirla. Ni usted ni yo podemos pedir o rendir cuentas de algo que no hemos recibido bajo nuestro cargo, es decir las ovejas. Si la Iglesia está descuidada, si las más débiles están en las barrancas sin que haya un cayado que las rescate, si las ovejas vagan al alcance de los lobos, si reciben palos en lugar de consolación; ¡hermano en Cristo! ¡No será usted quien pague por ello!
No se ponga en peligro de muerte blasfemando en contra de quienes han sido puestos por Dios como sus superiores. Saúl era un rey impío en los tiempos en que David ya había sido ungido como el nuevo soberano de Israel. La persona de Saúl, sus actos, su degradada condición espiritual, todo cuanto él representaba constituía una vergüenza para el pueblo de Dios. Empero, Saúl seguía siendo el rey, era el ungido de Jehová y por tanto no se podía ver en él a un hombre común. Quien veía al rey Saúl veía también por encima de él la dignidad de Jehová el Señor. Eso vio David en Saúl en el collado de Haquila; por esa misma razón, cuando Abisai dijo “Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano”, el futuro rey contestó: “¿Quién extenderá su mano contra el ungido de Jehová, y será inocente?” (1º Sam 26:9).
La insubordinación y el amotinamiento se pagan con la vida. Si usted cree que porque ahora ya no desciende fuego consumidor Dios ha dejado de respaldar a sus ministros, usted está equivocado. La vida y la muerte de sus siervos es cosa de alta estima delante de los ojos de Dios. En ellos Dios ve su propia dignidad y su Palabra dada. ¡No se pone en entredicho la Palabra de Dios! ¡No sea ingenuo!
“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplo de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los Pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”. (1ª Pe 5:1-4.)