Juan Elías Vázquez
El lunes 1º de septiembre del año en curso conocimos una noticia que estrujó el corazón del pueblo de Dios: un pastor cristiano —según anunciaron los medios— asesinó a su pareja sentimental, de apenas 14 años, por haberla encontrado sosteniendo relaciones sexuales con un chico de su edad. El cuerpo de la jovencita fue encontrado a orillas de la carretera libre que va de Tecate a Tijuana, en el noroeste de México. El presunto culpable ultimó a su víctima quebrándole el cuello, luego de haberla golpeado y herido con un desarmador en varias partes del cuerpo, según la versión oficial.
¿Qué habrán pensado los feligreses del pastor involucrado en un caso de asesinato? ¿Qué clase de comentarios se habrán suscitado en una sociedad civil harta de ministros de culto abusivos? ¿Cuánto dolor se habrá levantado en el hogar paterno de la jovencita asesinada? No sabríamos qué responder exactamente. Lo único que podemos pensar es que el culpable de ese asesinato, sea ministro o no, debe pagar por su crimen delante de las leyes de este mundo.
No podemos creer que un sacerdote o un pastor pueda ser capaz de cometer un crimen tan atroz. El pueblo espera que un ministro religioso sea responsable, compasivo y honesto en todos sus caminos; que sea, como dijo el apóstol Pedro, dechado de la grey o un ejemplo para todos. Ése es un compromiso que el verdadero siervo de Dios no puede ni debe eludir. Por tal razón, el rebaño es sacudido con violencia cuando el que va al frente llega a tropezar o caer.
No todos los días cae un pastor asesino; pero cada vez es más frecuente, por desgracia, enterarse que en tal o cual congregación cayó un pastor por adulterio, por acoso, por herejía, por defraudar a la feligresía o tratar indignamente a la congregación.
¿A quiénes recurren los familiares de las víctimas o la víctima en sí cuando se ventila un delito cometido por un sacerdote o un pastor?
Casi por costumbre, el pueblo suele recurrir a las instancias eclesiásticas superiores. Los padres de un colegial abusado por un sacerdote católico, por ejemplo, acuden al superior de la orden, y el caso es turnado al obispo. El prelado entonces encuentra una solución rápida, aunque de resultados temporales: cambia al clérigo de diócesis, pero no lo destituye, mucho menos lo entrega a la justicia secular. Lejos, donde no es conocido, el sacerdote en cuestión vuelve a hacer de las suyas. En la mayoría de los casos, los abusos de tales sacerdotes son frenados hasta que el caso se filtra a la prensa o, en un acto de valor civil, se lleva a los tribunales.
Sabemos hasta dónde esta clase de hechos ha empañado la imagen de santidad que el pueblo católico tenía de sus ministros.
En concreto, hablemos ahora de la denominación a la cual pertenezco. La pregunta es esencialmente la misma: ¿A quién o quiénes pueden recurrir los miembros de una congregación para denunciar un delito o el pecado cometido por un pastor? Nuestra Constitución prevé esta problemática. El capítulo 1 del apartado “Normas especiales para juicios de pastores, obispos y obispo gobernante”, en su artículo primero dice:
“En virtud de su ministerio, ningún ministro debe ser protegido por su pecado, ni tampoco censurado de una manera ligera; pues no se recibirá contra él ningún cargo escandaloso fundado en razones de poco peso” (1ª Timoteo 5:19).
El versículo citado dice a la letra: “Contra un anciano (un hombre dignificado) no admitas acusación sino con dos o tres testigos”.
Esta sentencia del Espíritu Santo en boca del apóstol Pablo tiene su sustento en la ley de Dios dada a Israel en Deuteronomio 19:15-20: “No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación…”
¿Quién impartía justicia durante el peregrinaje del pueblo de Israel por el desierto?
Moisés era quien juzgaba los casos más graves e importantes, y declaraba las ordenanzas de Dios y sus leyes (Éxodo 18:22); en Núm. 11:14-17, Jehová Dios instruye a Moisés para que se valga del auxilio legal de 70 ancianos ungidos con el Espíritu Divino. Fuera de este grupo colegiado nadie más poseía la autoridad para juzgar los asuntos del pueblo. Ya revisamos en otro espacio lo que ocurrió a Coré y a sus secuaces por el cargo ante Dios de usurpación de funciones. Los ancianos, a su vez, era un grupo especialmente protegido y que únicamente Moisés podía juzgar.
Ahora, revisemos con detenimiento el artículo constitucional que he citado:
El ministerio pastoral es altamente estimado por el Espíritu Santo. El pastor del rebaño es tenido por un hombre dignificado por la autoridad divina y es puesto como ejemplo a seguir; por tanto, en ninguno de estos pastores debe ser tolerado el pecado, por omisión de la grey o las autoridades superiores, pero tampoco juzgado a la ligera por acusaciones a la ligera o por alguna mala voluntad, que nunca falta. Dos o tres testigos deberán fundar sus acusaciones en testimonios y pruebas verdaderos.
De acuerdo con la Palabra de Dios, así debe ser tratado el falso testimonio:
“Cuando se levantare testigo falso contra alguno, para testificar contra él, entonces los dos litigantes se presentarán delante de Jehová, y delante de los sacerdotes y de los jueces que hubiere en aquellos días, y los jueces inquirirán bien; y si aquel testigo resultare falso, y hubiere acusado falsamente a su hermano, entonces haréis a él como él pensó hacer a su hermano; y quitarás el mal de en medio de ti. Y los que quedaren oirán y temerán, y no volverán a hacer más una maldad semejante en medio de ti” (Deut. 19:16-20).
El proceso que impone la Constitución de la Iglesia continúa diciendo:
“ARTÍCULO 2. Cuando un pastor cometa alguna herejía o fomente algún cisma, o sea acusado de cargos escandalosos fundados en razones de peso, el obispo de la jurisdicción a donde corresponda el acusado se avocará a la investigación de las acusaciones, y si los cargos que se le hacen fueren ciertos, el obispo en compañía de otros dos ministros hará el juicio correspondiente imponiendo sobre el acusado la sanción que se haya acordado. Se levantará el acta de dicho juicio explicando la falta y la sanción aplicada, remitiendo copia al Cuerpo Ministerial Directivo para su conocimiento, una copia más quedará en el archivo del obispado, y el original quedará en el archivo de la iglesia local.”
Como podemos darnos cuenta, el único que puede juzgar el desempeño ministerial de un pastor en nuestro movimiento es el obispo de zona y él es, asimismo, quien determinará la sanción o sentencia a proceder, previo acuerdo con los dos ministros auxiliares.
Si bien es cierto que en la presencia de Cristo las distinciones terrenales desaparecen (Col 3:11), es menester que entendamos que para propósitos administrativos el pastor representa para el pueblo una figura de autoridad. El Buen Pastor, nuestro Señor Jesucristo, marcha al frente del rebaño; pero detrás de Él, presidiendo a las ovejas, camina la autoridad pastoral. Si no logramos entender que debemos obedecer y respetar a nuestros pastores (He 13:17), entonces no solamente estaremos causando un perjuicio a la Iglesia y a sus ministros, sino que estaremos quebrantando el orden impuesto directamente por el Espíritu Santo de Dios.
El pueblo entonces se pregunta: “¿Qué puedo hacer como miembro del rebaño cuando observo alguna injusticia o sufro algún maltrato por parte de mi pastor?”.
Hacerse esta pregunta requiere de un gran sentido de honestidad y autocrítica. Enseguida, debemos recurrir al consejo de la Palabra de Dios. No hay de otra, aunque por dentro estemos “trinando de coraje” o ardiendo de dolor. El consejo de la Palabra es un bálsamo que trae alivio al desmayado.
Revisemos lo que dice Hebreos 13:7: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; la fe de los cuales imitad, considerando cuál haya sido el éxito de su conducta…” (Versión 1909.) El pasaje nos invita a hacer memoria de aquellos ministros de Dios que trajeron a nuestro conocimiento la Palabra de vida eterna (de ellos guardamos un grato recuerdo); el escritor sagrado nos ordena que imitemos la fe de aquellos, es decir su convicción espiritual, esforzándonos en averiguar la razón de sus victorias en Cristo Jesús.
El mismo texto, pero en la Versión 1960, dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe…” Así planteado, este texto nos permite entender que han sido nuestros pastores los principales vehículos a través de los cuales ha venido a nuestro conocimiento la Palabra de Dios. Recordar implica también reconocer; aceptar que les asiste a los pastores la gracia y el derecho de ser los maestros de la congregación.
De acuerdo con la Biblia, el resultado o el fruto de la conducta de estos maestros debe ser “considerado” o puesto en balanza por los discípulos, que forman toda la iglesia. Si tal conducta ha sido digna, la Iglesia tiene el mandato de imitar la fe de sus pastores. Pero si ese comportamiento ha resultado injusto o vergonzoso, el rebaño tiene el deber de apartarse y reservarse su apoyo.
Hay varias formas en que la Iglesia puede reaccionar cuando percibe un comportamiento indigno o injusto por parte de su pastor. Algunas veces, el padre de familia reúne a sus hijos alrededor de la mesa y acuerdan orar y poner todo en las manos de Dios. A veces, también, varios se ponen de acuerdo para presentar su inconformidad delante del obispo; otros, reúnen firmas y exigen el cambio; otros, se van de la lengua y se quejan de su pastor con miembros de otras congregaciones o destilan en Facebook toda su amargura, mala fe, rabia e impotencia. ¿El resultado? Iglesias divididas, testimonios revolcados, y hermanos débiles que ya no quieren saber nada del Evangelio. ¿Y el pastor que ha salido reprobado? Ahí sigue o es cambiado a otra zona, de donde no tarda mucho en volver a salir.
La moneda sigue en el aire, querido hermano en Cristo: la Iglesia puede poner en balanza la calidad del ministerio de sus pastores; si hay buen fruto, nuestro deber es imitar aquella fe; si el fruto es malo, debemos evitar el secundarlo, pues un comportamiento indigno no se remedia con otro comportamiento indigno. Si todos, como un solo Cuerpo que somos, combatimos la injusticia con el bien y permanecemos firmes en la Roca ante cualquier adversidad, entonces queda libre el camino para la justicia divina. El mismo escritor a los Hebreos dice más adelante (13:17): “Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como aquellos que han de dar cuenta…” ¿Ante quién han de dar cuenta? Ante el Príncipe de los pastores, nuestro Señor Jesucristo. Él es quien dará el veredicto final en su venida, y juzga a sus ministros en la Tierra por medio de las autoridades superiores de la Iglesia.
Un buen ministro de culto no tiene por qué temer a la ley de este mundo o al escrutinio de la Iglesia. Porque Romanos 13:1-4 dice: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo…”