Lo más difícil es perdonar
Abner Chávez
Ante la ola de maldad, avaricia y delitos que se han multiplicado en el mundo, especialmente los secuestros en el país, ¿cómo debemos reaccionar los seguidores de Cristo? ¿Debemos encerrarnos con piedra y lodo en nuestros refugios y aislarnos absolutamente del mundo? ¿Acaso no confiamos en que el Padre prometió cuidarnos como a la niña de su ojo, como su más preciado tesoro? Eso es cierto, Él prometió librarnos del lazo del cazador, de la peste destruidora y de la mortandad que en medio del día destruye.
Pero también es cierto que el Divino Maestro previno a sus discípulos (¿tú te consideras su discípulo?) de la terrible situación moral, espiritual y social que prevalecería en los últimos tiempos: “El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres y los harán morir” (Mt 10:21). “Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se resfriará” (24:12). Pero el consejo de Jesús fue claro: “No temáis a los que matan el cuerpo” (10:28) que, aplicado a nuestra realidad, significa que en estos tiempos los cristianos, como cualquier ciudadano común, somos susceptibles de sufrir un plagio.
Los cristianos más radicales dirán que a un hermano sencillo y humilde jamás podrán secuestrarlo, porque no habría ninguna ganancia en ello para los delincuentes, pero que los cristianos presumidos, vanidosos y soberbios ellos sí tienen riesgo de que los delincuentes piensen que si los roban o secuestran pueden obtener dinero fácil. En contraste, los promotores del “evangelio de la prosperidad” se escandalizarán con lo anterior, pues ellos no se imaginan que Dios, el Rey del universo, el dueño del oro y la plata, tenga a sus hijos (si realmente son sus hijos) en la tierra descalzos, hambrientos y víctimas del delito.
Lejos de esas dos visiones polarizadas, existe el riesgo latente de que un cristiano o un familiar de un cristiano sea secuestrado. Terrible situación de angustia y dolor para él o ella y para la familia completa, y hasta para la congregación, si es que la involucran. Muchas preguntas sin respuesta se harían, pues algunos le reclamarán a Dios por qué permitió esa situación en uno de sus hijos. Quizá se tenga que pagar un rescate, dejando en una situación de penuria a las víctimas de este ominoso delito. Quizá hasta mutilaciones y golpizas, humillaciones y aun cosas peores. Conozco casos de cristianos que lo sufrieron y las secuelas son terribles. Modifican la existencia completa y hieren lo más íntimo de nuestra esperanza.
Pero no debería ser así, porque los maleantes, por más sanguinarios que sean, no pueden secuestrar nuestra fe, nuestra esperanza, nuestras convicciones… y nuestro perdón. La verdadera prueba para la familia y el secuestrado no es el delito en sí, sino lo que venga después. Hay que reconocerlo, lo más difícil es perdonar a los que nos maltratan y ofenden. Y perdonarlos no significa rogar que Dios los mate o castigue, sino que los perdone, los redima y los traiga a su redil. ¿Imposible? Dios lo puede hacer, por supuesto. Pero nosotros… ¿podremos perdonarlos?
Publicado en La Voz del Amado, Año 2 No. 14, octubre-noviembre 2008.