El mensaje de Pablo, el Apóstol de los Gentiles (parte 12)
Juan Elías Vázquez
PRIMERA EPISTOLA DEL APOSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS
CAPITULO 2
Es de hacer notar, que la Palabra de Dios no es de inspiración humana ni es fruto de la sabiduría de los hombres. Pablo manifiesta a esta iglesia, fascinada al parecer por la retórica de los hombres ilustres del mundo griego, que no ha venido él con ese tipo de “excelencia de palabras o de sabiduría”.
Versículo 1. Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría.
Versículo 2. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo y a éste crucificado.
Pablo ya les había hecho ver a los corintios que entre ellos no abundaban los sabios ni los poderosos (1:26). Esta es una de las razones por las cuales Pablo les escribe acerca de Cristo con palabras sencillas y diáfanas. La otra razón estriba principalmente en la claridad, pues el contenido de las Cartas paulinas está dirigido a conversos de todas las clases sociales y niveles culturales, e históricos. Aun así, las Cartas de Pablo no son de fácil lectura y comprensión, si bien esto se debe a la falta de firmeza espiritual y a la inconstancia, como bien explica san Pedro (2ª Pe 3:16). Por último, Pablo señala con diligencia el precioso objetivo que guarda el mensaje evangélico: presentar a Cristo y a éste crucificado.
Versículo 3. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor.
El Apóstol era muy precavido a la hora de mostrarse delante de sus hijos en la fe. Entendemos que no era un hombre arrogante, que viniera con aires de suficiencia al estilo de los filósofos o funcionarios políticos de su tiempo. Al contrario, se mostraba humilde; “temblaba” ante la más mínima idea de creerse superior a sus hermanos. Su “debilidad” era real y no fingida. Todo cuanto sabía, había realizado y visto era por la obra y la gracia del Espíritu Santo que moraba en él. Sin esa fortaleza, lo sabía muy bien, Pablo no era nada. Pablo sabía mucho, había realizado grandes maravillas y atestiguado cosas indescriptibles; y, sin embargo, vivía como si nada de esto hubiera hecho o visto.
Versículo 4. Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder.
El gran poder que respalda el mensaje del Evangelio, expuesto con claridad y sencillez por san Pablo, es suficiente para demostrar su veracidad y alcances espirituales. No hace falta retorcer el lenguaje al estilo de los sofistas clásicos ni adornar el discurso con elevada retórica para volverlo persuasivo.
Versículo 5. Para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Los judíos buscaban la prueba de la verdad en señales prodigiosas; los griegos, en tanto, iban detrás de aquellos hombres que los deleitaban con palabras persuasivas (“palabreros”, según vemos en Hechos 17: 18-19). Tanto unos como otros fundaban su sabiduría o en la capacidad del “milagrero” o en el conocimiento humano. Pablo echa un cimiento duradero: “que vuestra fe esté fundada en el poder de Dios”.
Versículo 6. Sin embargo, hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y sabiduría, no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen.
No debemos creer, sin embargo, que la sabiduría que desciende de lo alto pueda ser plenamente comprendida por un cristiano fluctuante o inmaduro. La fe cristiana fundada en el poder de Dios es el resultado de una vida de sometimiento a la fortaleza divina y de renuncia a los métodos que utiliza la razón para llegar a la verdad. Un cristiano inconstante es por consecuencia un creyente fluctuante. Como no permanece en los atrios de Jehová “para inquirir en su templo” (ver Salmo 27:4), fácilmente vacila para un lado y otro, movido de viento de toda doctrina. La sabiduría de Cristo permanece; la que sostienen los hombres es vanidad pura: en la mañana aparece, y al llegar la tarde es sustituida o desvirtuada por otra verdad aparente.
Versículo 7. Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria.
“¡Un momento!”, parece decir Pablo. Esta sabiduría, revelada por voluntad de Dios a los débiles y pequeños, es un conocimiento que excede a cualquier ciencia terrena. Locura -por su insondable profundidad- para el mundo, esta sabiduría oculta ha sido desvelada para los hijos de Cristo; plenamente revelada, para que el cristiano auténtico no ignore la existencia de un legado previsto por Dios desde antes de la fundación de los siglos.
Versículo 8. La que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria.
Hay hombres que sin poseer esta sabiduría se atreven a citar e incluso a interpretar algún pasaje de las Sagradas Escrituras. El resultado es catastrófico, lamentable, desde el punto de vista espiritual. Hablan de lo que no conocen. El más pequeño de los sabios de Cristo es dueño de un conocimiento inaccesible para el más sabio de los hombres.
Versículo 9. Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.
El desconocimiento del hombre por desgracia seguirá pesando sobre su cabeza, pues no sólo pierde la gran oportunidad de conocer la gracia de Cristo en esta vida, también su ser se perderá de bendiciones futuras, así como de atestiguar en el cielo una obra magnífica nunca antes vista (Ref.: Isaías: 64:4; 65:17).
Versículo 10. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.
¿Quién conoció a Dios o quién puede examinar su carácter? De Dios conocemos lo que él ha querido revelarnos. Gracias a que el Espíritu de Cristo mora en el creyente, el creyente puede conocer cosas nunca vistas ni oídas. Por el Espíritu, el hijo de Dios puede conocer por revelación incluso “lo profundo de Dios”. Pablo lo explica de esta manera:
Versículo 11. Porque, ¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.
Versículo 12. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido.
El hombre de este mundo sabe las cosas que son de este mundo y las defiende y las disfruta. Ignora y rechaza, por tanto, las que provienen de lo alto del cielo de Dios. Por medio de su Espíritu, Dios nos anticipa las bendiciones de su gloria y nos revela también, como por medio de una pantalla, lo que ya nos ha concedido; mismo, que vivimos como si ya lo tuviéramos.
Versículo 13. Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual con lo espiritual.
El gran propósito de esta parte de la Carta es resaltar el aprendizaje superlativo que se obtiene de una enseñanza cuyas bases han sido reglamentadas desde las alturas de Dios. Una sabiduría, que si bien resulta absurda o incomprensible para los sabios de este siglo, representa un conocimiento que excede las capacidades del hombre. Si lo espiritual no se acomoda con lo espiritual, el resultado puede ser la herejía o la perdición de los faltos de entendimiento y los inconstantes.
Versículo 14. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.
El hombre natural o de este mundo puede llegar a pensar que la eternidad con Dios es una especie de fábula o, como opinaba el filosofo británico Bertrand Russel, una cobardía para paliar nuestra intrascendencia. Es decir, que el fin del hombre sea la nada. Discernir espiritualmente representa un ejercicio del corazón y la mente que sólo un cristiano lleno del Espíritu de Dios puede llevar a cabo.
Versículo 15. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie.
Alcanzar el grado de “espiritual” ha llegado a ser un acto desestimado en muchas denominaciones. Pablo, en cambio, pone de manifiesto las inmensas ventajas que el ser espiritual adquiere en el ejercicio pleno de su status. Dicho de otra forma: es estrictamente necesario que el cristiano sea lleno del Espíritu de Dios, pues mediante esta condición adquiere una sabiduría inigualable que le permite incluso juzgar las cosas del mundo sin que el mundo sea capaz de juzgarle a él.
Versículo 16. Porque, ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo.
He aquí la razón preponderante, el mundo no puede juzgar al hijo de Dios pleno en el Espíritu, pues ¿Quién conoció la mente de Cristo o quién podrá ensenarle a él? Y nosotros, dijo el apóstol, tenemos la mente de Cristo.
FIN DEL CAPITULO 2.