Asael Velázquez
El jueves 23 de abril (2009), a las tres de la tarde, un grupo de infectólogos y epidemiólogos mexicanos recibieron la noticia de que el país se enfrentaba a un enemigo sin rostro. Mediante un correo electrónico procedente de un laboratorio canadiense, los funcionarios de la Secretaría de Salud se enteraron de que un nuevo virus de influenza amenazaba con extenderse al país y, quizá, al mundo. Por más de una hora reinó la incertidumbre… y el pánico. Ni los mejores especialistas, incluido el secretario de Salud, tenían la certeza de qué tan mortal era la nueva cepa o cómo podían combatirla.
Para las 7 de la noche, el presidente Felipe Calderón había ya convocado a su gabinete para decidir qué hacer, porque 17 mexicanos habían dado positivo al nuevo virus, y muchos de ellos estaban muriendo, sobre todo en el Distrito Federal y la zona metropolitana y no los niños y los viejitos como siempre, sino un rango atípico: entre 20 y 45 años, la edad productiva.
A las 11 de la noche de ese jueves, el país entero se enteraba por todos los medios de comunicación que se suspendían las clases en el DF y Edomex y se tomaban medidas de una emergencia sanitaria. Se inició así un mes completo de bombardeo mediático sobre las causas, las medidas de prevención, el número de muertos y la crónica de cómo la nueva enfermedad se multiplicó por el país y el mundo, una historia que no estuvo exenta de leyendas negras, anécdotas, chistes y rumores, algunos de los cuales afirmaban que el virus AH1N1 era un invento del gobierno, de la CIA, de las transnacionales o del G7.
El 29 de abril el gobierno federal decidió suspender las actividades no esenciales en el país, que incluyó el cierre de cines, teatros, mercados, restaurantes y templos de todo el territorio mexicano, con el propósito de evitar aglomeraciones y más contagios.
Al cierre de esta edición (julio 2009) aún no se terminaban de contabilizar los daños: 11 mil 370 casos confirmados en 41 países, según datos de la Organización Mundial de la Salud, siendo los más afectados Estados Unidos, con 5 mil 764, seguido de México con cuatro mil 174 (con mil 601 casos en el Distrito Federal). En menor grado, otros países contabilizaron su cuota de la pandemia: Canadá 719 casos confirmados; Japón, 259, España 111 y Gran Bretaña 109, entre los más afectados.
En el caso de México, la Secretaría de Salud confirmó que 80 personas, incluidos cuatro extranjeros, habían fallecido a causa del virus AH1N1.
Llama la atención que del total de defunciones, 77.5% se dieron entre los 20-29 años (23 muertes), 30-39 (19 fallecimientos), 40-49 (13 decesos) y 50-55 (siete muertes). En cambio, el mayor número de contagiados fueron los niños (aunque hubo pocos decesos). De meses a nueve años se contagiaron mil 169 menores y de diez a 19 años fueron mil 56 casos. De 20 a 29 años hubo 839 contagios, aunque fue el rango donde el final fue más mortal.
El virus atacó más directamente a mujeres, amas de casa, que murieron 22, y a trabajadores independientes, que fueron 15, y trabajadores por su cuenta, que sumaron 13. Ocho eran estudiantes y cinco comerciantes.
En el Distrito Federal fallecieron 51 personas y el Estado de México dos (aunque en realidad sólo 33 residían en la capital y en el Edomex 19) y en el resto del país 39.
El regreso a la normalidad fue lento. El 7 de mayo regresaron a las aulas los estudiantes de bachillerato y superior y el 11 de mayo los alumnos de educación básica, salvo ocho estados, que regresaron hasta el 18 de mayo. Para el 10 de mayo, los cultos dominicales se llevaban a cabo con toda normalidad.
Epidemia… de temor
La mayoría de los cristianos asumió, sin mayores complicaciones, las medidas sanitarias ordenadas por la Secretaría de Salud, porque implicaba enfrentarse a un enemigo que nadie conocía. Pero más que la epidemia de influenza (80 muertos no se comparan con los millones que mueren por diabetes o cáncer), lo que privó en el país entero fue el pánico, la psicosis colectiva. El miedo se apoderó prácticamente de todas las personas… ¿incluidos los cristianos?
Sí, efectivamente, el temor a la muerte, ese enemigo que el Señor Jesucristo derrotó en la cruz del Calvario, espantó a muchos creyentes que, por un momento, se olvidaron de que “aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo”.
Vivir precavidamente, es decir, atender medidas sanitarias preventivas no quiere decir ser dominados por el temor a enfermarse. De hecho, el temor es el primer sentimiento de los pecadores (cuando cayó en pecado, lo primero que respondió Adán fue: oí tu voz y tuve miedo) y, cuando el miedo domina la vida del hombre, encadena al cristiano, porque se ha penetrado el escudo de la fe. El pavor le impide creer.
Estos hombres de poca fe dominados por el miedo sustituyeron el Salmo 91 por un tapabocas y otras promesas bíblicas las cambiaron por el encierro a piedra y lodo. Ni al templo querían acercarse, como si si las promesas bíblicas también hubieran sido puestas a cuarentena.
No cabe duda de que las crisis (como lo muestra la Palabra de Dios en muchos ejemplos), los desiertos, las situaciones que nos llevan al límite realmente nos prueban y sacan lo mejor o lo peor de nosotros. Le muestran a Dios de qué estamos hechos y si en nuestro corazón viven las promesas de salvación y si las creemos.
Esta alarma sanitaria mundial en realidad fue para el cristiano una enorme oportunidad para probar su fe, sus convicciones, su fidelidad a Dios. Seguramente desde los púlpitos hemos escuchado ya que esta epidemia (y muchas otras que vendrán) son parte de las pestes anunciadas por el Señor Jesucristo en Mateo 24.
El Espíritu Santo nos lo hace saber con precisión, pero en lugar de llenarnos de miedo, la invitación es a “levantar nuestras cabezas, porque nuestra redención está cerca”. La manera en que viviste la cuarentena es una prueba de lo que hay en tu corazón: te la pasaste viendo películas o aprovechaste el tiempo para buscar más el rostro de Dios.